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Nací en Bogotá, Colombia, bajo un signo que me une a la tierra. Mi país es tropical y descubrí su luz detrás de los retoños frescos de los árboles nativos y el descanso del rocío en sus tiernas ramas.

En busca de la simplicidad, de las fuerzas invisibles de la estructura y la vitalidad del color, estudié Bellas Artes en la Corcoran School of Art de Washington D. C., y en la Escuela Ernesto de la Cárcova en Buenos Aires, Argentina.

Dejando la primavera porteña, llegue a Oriente, y aún recuerdo la sombra de aquel árbol sagrado bajo el cual aprendí y practiqué la meditación y el silencio interno. Viajé con monjes y viví con mineros.

Hoy, ante el espacio sagrado del paisaje, la armonía corporal, el ritmo y el movimiento del gesto, recorro contornos con el alma, sin afán de llegar a la otra orilla. Cruzo el río y descubro en él luces y sombras como el vaivén de un juego que nunca termina.

Presiento el mundo con la mirada de una estrella fugaz y el gesto latente de un testigo sin huellas.

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